Enero de 2025, una medianoche de mucho calor en Río de Janeiro. La Escalera de Selarón (obra viva y mutante del artista chileno) con sus mosaicos de diferentes lugares, reúne voces, música, risas y conversaciones en varios idiomas. Las imágenes que tapizan la escalera resuenan en mi retina como mil retazos de estímulos escindidos que luego de permanecer un tiempo allí, serán vistos como una unidad.
Nos sentamos en la escalera, al principio tomamos turísticas fotos, vamos terminando una bebida, conversamos un poco y luego vamos entrando en un silencio introspectivo, y a la vez en compañía.
Una pelota de fútbol tirada al azar invita a un juego que termina apenas al intentar comenzar. En ese lenguaje universal, mi compañero de viaje va en busca de la pelota, comienza un nuevo juego, y empieza esa danza donde los cuerpos hablan ese idioma sin lengua, no es necesario compartir etnia, edad, religión, nacionalidad… tan solo poner en movimiento esas reglas, esa manera de vincularse.
Hay risas, algún diálogo muy escueto, donde hay más gestos que palabras, y el calor abrumador de la noche gana, y mi compañero se vuelve a sentar a mi lado.
Mirada de risa cómplice, y seguimos en silencio, silencio respetuoso, silencio conectado, silencio compartido… y el tiempo va pasando, y vamos observándolo todo, absorbiendo el entorno, y poco a poco sin proponernoslo y sin siquiera darnos cuenta, nos vamos mimetizando. El sistema de alerta se va atenuando, nos vamos relajando e integrando al paisaje, y así, todo va pasando de esa sensación inicial de ser ajenos, a notar que ya nadie nota nuestra presencia. Somos parte de ese paisaje de jóvenes que toman alcohol y fuman marihuana, oyen esa música casi desconocida previamente a un volúmen muy alto, y la vegetación, el calor, y ese olor tan particular, ya son parte de nuestro ser.
Al pararnos para dejar el lugar, ya no nos sentimos observados, casi como en el acto de dejar algo largamente conocido. Nos vamos conversando, luego de ese largo silencio, intercambiando acerca de qué sintió internamente cada uno, y me llevo la sorpresa de la similitud de la experiencia. Ambos describimos la sensación de sentirnos mimetizados con el lugar, la gente, el entorno, y la gradual comodidad y sensación de bienestar, incluso con esos estímulos que al principio nos chocaron un poco.
Ambos reparamos en que al comienzo tuvimos una mirada prejuiciosa, y permitiéndonos estar allí, sentir el entorno, y darnos ese tiempo de exposición en que intentamos una mirada abierta y curiosa, nos paramos siendo otras personas, percibiendo haber integrado ese lugar tan disimil previamente, pasando no solamente nosotros por un lugar, sino también permitiendo que ese lugar pasara por nosotros y nos dejara su huella, tomando todo lo rico, y diverso que se nos presentó.
Conclusión o cierre
Tengo la dicha de trabajar desde hace ya 8 años con este modelo que ha mejorado ampliamente mis posibilidades de trabajo como terapeuta. Quise en este escrito ilustrar cómo Brainspotting ofrece un modelo que permite cambiar el modo de ver la vida, apuntando a construir una mirada más compasiva, integradora, generando un espacio de confianza interno para atravesar e integrar experiencias que al comienzo pueden generar miedo y resistencia.
Apenas explicitando unas pocas reglas, terapeuta y paciente se entregan a esa danza que permite ir moldeando desde lo más profundo el sistema nervioso, accediendo a material traumático, y construyendo en paralelo esta mirada que permite ver la vida como una constante incertidumbre, generando la confianza de poder atravesar sus vicisitudes hacia la construcción de un ser cada vez más integrado, congruente, y con sus recursos cada vez más disponibles.
¡Los invito a viajar en compañía de su terapeuta, para hacerlo cada vez con más consigo mismos, fluyendo en armonía con la corriente de la vida!
Karina Maufinet Corrado. Montevideo, Uruguay, 2025